Lo hemos leído con alegría, con admiración, con la sorpresa de descubrir algo parecido a un pariente lejano. En las viejas ediciones de la Editorial Lautaro devoramos los versos de "Trabajar cansa" y "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", mas tarde, conocimos algo de su obra en prosa: "Diálogos con Leucò" y "La luna y las fogatas", ambos de Editorial Losada. Y siempre nos dolió ese final, duro, ¿absurdo?. Aquí alguno de sus poemas.
Trabajar Cansa (Lavorare Stanca)
Atravesar una calle para escapar de casa
lo hace sólo un muchacho, pero este hombre que anda
todo el día las calles, ya no es un muchacho
y no huye de casa.
Hay en el verano
tardes en que las plazas se quedan vacías, tendidas
bajo el sol que ya empieza a caer, y este hombre que llega
por una avenida de inútiles plantas, se detiene.
¿Vale la pena estar sólo para quedarse siempre mas sólo?
Dando vueltas, las plazas y las calles
están vacías. Hay que detener a una mujer
y hablarle y decidirla a vivir juntos.
De otro modo uno habla sólo. Es por eso que a veces
hay un ebrio nocturno que comienza diálogos
y narra los proyectos de toda su vida.
No es ciertamente esperando en la plaza desierta
que se encuentra a alguien, pero el que anda las calles
a ratos se detiene. Si fuesen de a dos,
aun andando por la calle, la casa estaría
donde está esa mujer, y valdría la pena.
De noche la plaza vuelve a quedar desierta
y este hombre que pasa no ve ya las casas
tras las luces inútiles, no alza más los ojos:
sólo ve el empedrado, que hicieron otros hombres
con las manos duras, como las suyas.
No es justo quedarse en la plaza desierta.
Seguro que andará por la calle esa mujer
que rogándole, eche mano a la casa.
Fumadores de papel
Me ha llevado a oír su banda. Se sienta en una esquina
y empuña el clarín. Comienza un tumulto infernal
Fuera, un viento furioso y los golpes, entre los relámpagos,
de la lluvia hacen que la luz se vaya
cada cinco minutos. En la sombra, las caras
miran dentro asustadas, al tocar de memoria
un bailable. Enérgico, el pobre amigo
los dirige a todos, desde el fondo. Y el clarín se tuerce,
rompe el barullo sonoro, se eleva, se desahoga
como un alma sola, en un seco silencio.
Esos pobres latones son magullados a menudo:
campesinas las manos que aprietan las teclas,
y las frentes, tozudas, apenas miran la tierra.
Miserable sangre cansada, extenuada
por las muchas fatigas, se siente mugir
en las noches y el amigo los guía con fatiga,
él que tiene manos duras como para alzar una masa,
llevar una garlopa, arrancarse la vida.
Tuvo en un tiempo compañeros y solo tiene treinta años.
Fue de aquellos de después de la guerra, crecidos en el hambre.
Vino también él a Turín, buscándose la vida
y encontró la injusticia. Aprendió a trabajar
en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir
sobre la propia fatiga el hambre de los otros,
y encontró por todas partes injusticia. Intentó darse paz
caminando, somnoliento, las calles infinitas
en la noche, pero vio solamente millones de faroles
lucidísimos, sobre la iniquidad: mujeres roncas, ebrios,
vacilantes fantoches perdidos. Había llegado a Turín
un invierno, entre relámpagos de fábricas y escorias de humo,
y sabía qué era el trabajo. Aceptaba el trabajo
como un duro destino del hombre. Pero que todos los hombres
lo aceptasen y en el mundo habría justicia.
Pero se hizo compañeros. Aguantaba las largas palabras
y debía escuchar, esperando el final.
Se hizo compañeros. Cada casa tenía familias.
La ciudad estaba toda cercada por ellos. Y el rostro del mundo
estaba todo cubierto por ellos. Sentían dentro suyo
tanta desesperación como para vencer al mundo.
Suena seco esta noche, a pesar de la banda
que se ha instruido uno a uno. No piensa en el barullo
de la lluvia y la luz. El rostro severo
mira atento un dolor, mordiendo el clarín.
Esos ojos los he visto una noche, en que solos,
con el hermano, diez años mas triste que él
velábamos a una luz deficiente. El hermano estudiaba
sobre un inútil torno construido por él.
Y mi pobre amigo acusaba al destino
que los tiene calvados a la garlopa y a la maza
para nutrir dos viejos, no solicitados.
De repente gritó:
que no era el destino si el mundo sufría,
si la luz del sol arrancaba blasfemias:
era el hombre culpable. Al menos poder irse,
hacer el hombre libre, decir que no
a una vida que usa amor y piedad,
la familia, el pedacito de tierra, para atarnos las manos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi)
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos –
esa muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, esperanza querida,
ese día sabremos, también nosotros,
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
resurgir un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Descenderemos al abismo mudos.
El escritor modélico
No tuvo mujer, ni hijos, ni casa. Se hizo famoso, pero no cambió sus costumbres esquivas, la modestia, la humildad del trabajo diario.
Por JUSTO NAVARRO | © BABELIA
Había nacido Cesare Pavese en Santo Stefano Belvo, en el Piamonte, el 9 de septiembre de 1908, así que tenía 42 años cuando se mató en el Albergo Roma, cerca de la estación de Turín, el 27 de agosto de 1950. Venía de un momento de euforia: "Tienes 40 años y lo has conseguido todo, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia. ¿Soñabas otra cosa a los 20 años?". El penúltimo día que registró en su diario, el 17 de agosto de 1950, haciendo por primera vez en su vida balance de un año aún no terminado, celebró: "En mi oficio soy el rey". E inmediatamente se reconoció "más desesperado y perdido" que diez años antes. Dejó el diario encima de la mesa, listo para la publicación: El oficio de vivir. Vivía días de plenitud. Acababa de recibir el gran premio de la literatura italiana, el Strega, apoteósicamente, en Roma, del brazo de la actriz americana Doris Dowling, hermana de la última amada, Constance Dowling. "Este viaje tiene pinta de ser mi máximo triunfo", vaticinó Pavese.
Pero su joven amigo Italo Calvino vería en aquel viaje triunfal un síntoma del pésimo estado de ánimo del maestro, que no soportaba salir de Turín, si no era para volver al campo piamontés o visitar Roma. No le gustaba exhibirse, vivía retirado, entre su cuarto en casa de una hermana casada y la oficina. "Sólo pocos meses antes de morir, y ya en una situación psicológica que lo llevó a trastornar todos sus hábitos", se dejó festejar y hasta fotografiar para las revistas, recordaría Calvino. La única temporada que pasó Pavese en un país extraño fueron los meses en que la justicia mussoliniana lo confinó en Calabria.
Se había ido convirtiendo en el escritor de la época, la posguerra. A propósito de Trabajar cansa (1936), su primera obra de poesía, dijo: "Al menos por un tiempo, la creí lo mejor que se estaba escribiendo en Italia", aunque también apuntó en su diario: "Hacer poemas es como hacer el amor, no se sabrá nunca si la propia alegría es compartida". Quería andar los pasos de Walt Whitman, Edgar Lee Masters y Herman Melville, pero recorriendo las colinas piamontesas, los días del antifascismo y la Resistencia. Leía a Shakespeare. Escribía contra la poesía italiana contemporánea, decadente, crepuscular y hermética. Descubría inacabablemente Turín, "mi amante, y no mi madre ni mi hermana", decía Pavese, huérfano de padre a los seis años, enmadrado entre hermanas. Buscaba por Turín, "desgarrador sueño de muchachas que viven solas y trabajan", una anti-Italia, una América de Sherwood Anderson y William Faulkner. En el póstumo La literatura norteamericana y otros ensayos dio una receta para escribir novelas: "Uno se va y anda por ahí. Luego vuelve y cuenta alguna cosa. No lo que ha ocurrido. Un poco menos y un poco más. Así se escriben las novelas". A esto se le llamó neorrealismo.
Su primera novela, de 1941, Paesi tuoi ("Moglie e buoi, dei paesi tuoi", dice un refrán italiano: "Mujeres y bueyes, del pueblo de uno"), transfiguraba el Piamonte en escenario de un thriller de James M. Cain. Luchino Visconti probablemente seguía a Pavese cuando en 1942 filmó El cartero siempre llama dos veces, de Cain, con el título de Ossessione. El provincianismo fascista se escandalizó: Pavese sustituía la solemnidad de los jerarcas literarios por las jergas de la calle. Hizo con Elio Vittorini una antología prohibida, Americana. Llegó a ser cuatro veces influyente: por sus libros, por sus traducciones, por las lecturas que recomendaba a los amigos, y por el catálogo de Einaudi, editorial de la que fue director literario después de la guerra. Su patrón, Giulio Einaudi, lo recuerda entre 1945 y 1950, "años de gran actividad y serenidad, de placer por la vida", seguro de sí mismo, crítico y consejero. Eje literario de su tiempo, Cesare Pavese sería el modelo para los españoles de la generación del 50. El editor turinés Einaudi había caído en la misma redada antifascista, el 15 de mayo de 1935, que llevó a Pavese a la cárcel y al confinamiento. Pero a Pavese, apolítico afiliado desde 1932 al Partido Fascista, lo involucraron en la caída las amistades y el amor: servía de mensajero a una estudiante de matemáticas, comunista, "la mujer de la voz ronca", de la que se había enamorado y a la que encontró casada cuando volvió del destierro en Calabria. Sin novia y expulsado de las filas fascistas, anotó en su diario: "Ir al confinamiento no es nada. Volver es atroz".
"Si hay algún símbolo en mis poemas, es el símbolo del que ha escapado de casa y vuelve con alegría al pueblo, contento de sentirse solo y sin compromiso", aventuró Pavese. Aunque las mujeres siempre le parecieran seres salvajes, fatales y míticos, pocos personajes pavesianos se identifican más con su creador que la narradora de Entre mujeres solas, Clelia, que vuelve a Turín después de trabajar en Roma y recuerda "muchas cosas sepultadas, muchas tonterías cometidas", y vislumbra en la primera página, en el pasillo de un hotel, a una muchacha suicida en traje de noche, descalza y en camilla. Natalia Ginzburg dedicó a Pavese, en Las pequeñas virtudes, su 'Retrato de un amigo', en el que lo comparaba a Turín, ciudad laboriosa, testaruda, desganada, dispuesta al ocio y a soñar. El amigo podría surgir de cualquier esquina, revivido, en busca de los cafés más humosos. Vivía como un adolescente, recuerda Ginzburg. Sus días eran larguísimos, llenos de horas para estudiar, escribir, ganarse la vida y perder el tiempo. Comía rápido y poco. No dormía. A veces era muy triste, de una tristeza de "muchacho que todavía no ha tocado la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños".
A veces, como un héroe silencioso de novela negra, no abría la boca (en La playa había escrito: "No es una novedad que más de tres personas sean multitud, y nada se puede decir entonces que valga la pena"), pero "nos hacía más inteligentes con su compañía", recuerda Ginzburg. Aborrecía los lugares comunes, las imprecisiones. Sobrio, generoso y desinteresado, "no nos perdonaba ninguno de nuestros defectos, a los amigos". No tuvo mujer, ni hijos, ni casa. Se hizo famoso, pero no cambió sus costumbres esquivas, la modestia, la humildad del trabajo diario. ¿Le gustaba la fama? La había esperado desde siempre, explica Ginzburg, que recuerda un guiño de astucia y soberbia, juvenil, malévolo, en la mirada del amigo. Murió en un hotel de Turín, su ciudad, como un forastero.
A principios de 1950, cuando sentía que la realidad le daba la espalda y no le decía nada, y echaba de menos aquellos tiempos en que "incluso el dolor, el suicidio, eran vida, estupor, tensión", Pavese conoció a las hermanas Dowling, actrices de cine, y se enamoró de Constance. Entre palpitaciones, insomnio, suspiros y angustias, admitió que "la propia América, su retorno irónico y dulce", intervenía en el nuevo amor, como si aquella pasión repitiera la juvenil conquista de la literatura angloamericana. En La luna y las hogueras, dedicada a C., América tomaba una consistencia de personaje. "¿Por qué morir? Nunca he estado tan vivo como ahora, tan adolescente", se preguntó Pavese el 16 de agosto. Había pasado la primavera escribiendo guiones de cine, Amore amaro (Amor amargo), por ejemplo. "¿Qué método mejor para una mujer que quiere joder a un hombre que llevarlo a un ambiente que no es el suyo, vestirlo de modo ridículo, exponerlo a cosas en las que es inexperto?", hubiera comentado el propio Pavese quince años antes. En 1950 se decía: "Ahora por la calle, solo, hablo muy bien inglés".
En su mesa de la editorial Einaudi encontraron también el manuscrito de su último poemario, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.